sábado, 12 de noviembre de 2016

Pequeños yonquis



Que los adultos sean adictos al móvil es triste, pero aún más que algunos enganchen a sus hijos

Ilustración EDUARDO ORTIZ

¿Hay algo más triste que una pareja en silencio en un restaurante y cada uno mirando su móvil? Sí, una pareja con hijos en un restaurante haciendo lo mismo, pero todos juntos, en familia, con los niños absortos en un móvil o una tablet. Entre eso y un grupo de amebas no hay mucha diferencia. Si algunas familias lo hacen a la vista de todos no quiero ni pensar cómo será cuando cenen en casa. Con la tele puesta, imagino. ¿No es asombrosa la cantidad de gente hecha y derecha que en un avión se pasa dos horas con un juego de bolas de colores? Si de todas formas nuestros niños ya se arriesgan a llegar a eso de adultos, y empiezan tan pronto, en el futuro conseguiremos unos estupendos ejemplares de borricos tecnológicos.


Me limitaré al caso de los niños, lo de los más mayores y adolescentes con el móvil ya es para llamar a un equipo de exorcistas. Si al ver esa pareja del restaurante uno piensa que tienen una crisis, aunque ellos no lo sepan, y les das dos telediarios, debemos admitir que con niños es peor. No traes un niño al mundo para que no te dé el latazo. Los niños lo dan, es algo mundialmente sabido. Porque todos hemos sido niños y lo hacíamos. Es una simplificación peyorativa, por supuesto: no es que sean pesados, es que reclaman nuestra atención, y a menudo para cosas interesantísimas, si uno se pone en situación. Y ahí nos duele, porque hoy los adultos vivimos muy dispersos. Hay cantidad de chorraditas que nos tienen entretenidos y abducen nuestra atención. Puedes ir por la calle dando collejas y la mitad, encorvados con el móvil, ni se enteran por dónde les ha venido.


Lo más difícil del mundo con los enanos es eso: estar ahí. Piden tiempo, nuestro tiempo. Tirar de móvil es estar con ellos pero como si no estuviéramos. Como decir: “Cariño, apaga el niño, dale la tablet”. Luego se obsesionan y se enganchan, claro. Cómo no se van a obsesionar si nos obsesionamos nosotros, que somos mayorcitos. Lo peor de estos padres es que lo saben. Cuando lo hacen es frecuente oír explicaciones: no lo hago mucho, solo cuando se ponen pesados. Te cuentan con inquietud que el niño está enganchado, y no hay manera de quitarle el aparatito. Se tiende a evitar conflictos. Montar un pollo con el chaval está mal visto. Te miran como a un nazi y a él como a carne de psicólogo con traumas acumulados. Quien no se siente obligado a justificarse ya es un caso perdido, casi ofensivo, porque parece que piensa que a ti también eso te parece normal.


El Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) lo corrobora: los padres lo saben -y menos mal, no nos hemos vuelto todos chalados-, pero lo que pasa es que se han rendido. Una encuesta del mes de abril revelaba de forma demoledora que nueve de cada 10 padres españoles creen que las nuevas tecnologías han cambiado mucho o bastante la vida de las familias -a peor se entiende-, que niños y jóvenes tienen dependencia, que les hacen perder el tiempo, les vuelven más perezosos y les aíslan. La fractura entre la teoría y la práctica quedaba demostrada por un dato: el 80% pensaban que la edad idónea para empezar a usar las redes sociales era entre 12 y 18 años, pero más de la mitad admitía que sus hijos habían comenzado entre los seis y los 11. Unos calzonazos. Los encuestados concluían que sí, que es un problema, pero que es “inevitable”. Es el retrato de una derrota colectiva. Luego te cuelan la reforma laboral, o a Axl Rose en AC/DC, y es lo mismo: era inevitable, las cosas han venido así.


No sé, yo creo que lo que tiene que hacer un niño es mirar alrededor. Aburrirse estimula mucho más la creatividad y saber esperar es una de las cosas más importantes que se pueden aprender en esta vida, porque toca esperar mucho, a veces para nada. No sé qué idea pueden hacerse del uso del tiempo libre y del arte de la conversación, de la imaginación y la improvisación si los minutos se asfaltan con hipnosis en una pantallita. No se rindan. Es tremendo recordarlo: nos observan, nos conocen mejor que nosotros mismos, y lo que es peor, nos imitan. Esta batalla es difícil porque la única manera es predicando con el ejemplo, que nos vean menos pegados al teléfono. Muchos niños, cuando dibujan a sus padres, les retratan con un móvil en la mano. Me pasó a mí. No se lo deseo. Arrojen el móvil por la ventana si aún están a tiempo. Jueguen con ellos aunque sea al parchís magnético. (Nota para el editor: firmar esto con seudónimo).




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